17 abril, 2011

El Carmelo de Juan Marsé



Citas del libro “Últimas tardes con Teresa”. La Barcelona de los años 50.

El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento y asomando por encima de la cumbre igual que escudos que anunciaran un sueño guerrero.

La colina se levanta junto al Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el Turó de la Rubira, habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada.

El barrio está habitado por gentes de trato fácil, una ensalada picante de varias regiones del país, especialmente del Sur.

Hace ya más de medio siglo que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos.

A veces puede verse sentado en la escalera de la ermita, o paseando por el descampado su nostalgia rural, con las manos en la espalda, a un viejo con americana de patén gris, camisa de rayadillo con tirilla abrochada bajo la nuez y sombrero negro de ala ancha. Hay dos etapas en la vida de este hombre: aquella en que antes de salir al campo necesitaba pensar, y ésta de ahora, en que sale al campo para no pensar. Y son los mismos pensamientos, la misma impaciencia de entonces la que invade hoy los gestos y las miradas de los jóvenes del Carmelo al contemplar la ciudad desde lo alto, y en consecuencia los mismos sueños, no nacidos aquí, sino que ya viajaron con ellos, o en la entraña de sus padres emigrantes. Impaciencias y sueños que todas las madrugadas se deslizan de nuevo ladera abajo, rodando por encima de las azoteas de la ciudad que se despereza, hacia las luces y los edificios que emergen entre nieblas. Indolentes ojos negros todavía no vencidos, con los párpados entornados, recelosos, consideran con desconfianza el inmenso lecho de brumas azulinas y las luces que diariamente prometen, vistas desde arriba, una acogida vagamente nupcial, una sensación realmente física de unión con la esperanza.

Muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también la falda Sur del Monte Carmelo, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo, salpicada aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con barracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta y a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construido en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y minúsculas galerías interiores presididas por un ficticio ambiente floral, donde hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. Al pie de la escalera de la ermita de los Carmelitas hay una fuente pública en medio de un charco en el que chapotean niños con los pies descalzos: rosa púrpura de mercromina en nerviosas espinillas soleadas, en rodillas mohinas, en rostros oliváceos de narices chatas, pómulos salientes y párpados de ternura asiática. Másarriba el polvo, el viento, la aridez.

Para la señora Serrat, el Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas. Otro mundo. A través de la luminaria azul de su vida presente, a veces aún le asaltaban lejanos fogonazos rojos: un viejo cañón antiaéreo disparando desde lo alto del Carmelo y haciendo retumbar los cristales de las ventanas de todo el barrio (entonces, cuando la guerra, vivían en la barriada de Gracia, y al horrendo cañón aquel la gente lo llamaba el “Abuelo”). Y recordaba también, de los primeros años de la posguerra, las tumultuosas y sucias manadas de chiquillos que de vez en cuando se descolgaban del Carmelo, del Guinardó y de Casa Baró e invadían como una espesa lava los apacibles barrios altos de la ciudad con sus carritos de cojinetes a bolas, sus explosiones de botes de carburo y sus guerras de piedras: auténticas bandas. Eran hijos de refugiados de la guerra, golfos armados con tiradores de goma y hondas de cuero, y rompían faroles y se colgaban detrás de los tranvías.

Desde la cumbre del Monte Carmelo y al amanecer hay a veces ocasión de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla, distante, casi como soñada: jirones de neblina y tardas sombras nocturnas flotan todavía sobre ella como el asqueroso polvo que nubla nuestra vista al despertar de los sueños, y sólo más tarde, solemnemente, como si en el cielo se descorriera una gran cortina, empieza a crecer en alguna parte una luz cruda que de pronto cae esquinada, rebota en el Mediterráneo y viene directamente a la falda de la colina para estrellarse en los cristales de las ventanas y centellear en las latas de las chabolas. La brisa del mar no puede llegar hasta aquí, y mucho antes ya muere ahogada y dispersa por el sucio vaho que se eleva sobre los barrios abigarrados del sector marítimo y del casco antiguo, entre el humo de las chimeneas de las fábricas.

En las luminosas mañanas del verano, cuando las pandillas de niños se descuelgan en racimos por las laderas y levantan el polvo con sus pies, el Monte Carmelo es como una pantalla de luz. Por la noche, es como un enorme forúnculo dormido, envuelto en su propio fluido invisible y febril, en sus cotidianas punzadas de dolor, en su vasta aura sensual.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por dejar un comentario en mi blog.
He incluido en la entrada un enlace a este blog, pues realmente ahondas en el tema y es muy interesante.
Gracias.

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